La fachada del Folies-Bergére

Como un paquebote anclado en un mar de casas viejas surge imponente la fachada del Folies-Bergére, puro «artdeco» en el que baila la diosa de la danza esculpida por Pico. Es la desembocadura de la calle de la Bola Roja, allá donde en los canallas años 20 decenas de hotelitos escondidos y «meublés» de dudosa actividad albergaban inconfesables pasiones carnales en noches sin final. Hoy, la calle de la Bola Roja también tiene hoteles, pero ya no están poblados de ávidos catadores del París prohibido. Hoy, turistas tipo medio inundan las hamburgueserías y los puestos de bocadillos griegos del barrio. Han sido, hasta hoy, duros tiempos para el viejo Folies-Bergére, desposeído de su condición de meca del «musichall», olvidado por el mundo. 


Ahora, un mago argentino de la escena llamado Alfredo Arias intenta reanimar el cadáver del gigante caído en desgracia. Las rancias maderas del Folies crepitan de nuevo. El pasado diciembre, Georges Terrey, administrador del local, anunció el cierre no sin asegurar que el Folies volvería con espíritu renovado. Casi nadie le creyó. Era normal, teniendo en cuenta que el universo del «music-hall» y las asfixiantes realidades y previsiones de la crisis económica, no casaban nada bien. Antes, la guerra del Golfo había supuesto el primer varapalo para los santuarios del «french can-can» que vieron cómo norteamericanos y japoneses desertaban de París. 

La revista languidecía víctima de la ausencia de optimismo. Algo estaba muriendo en el alma de la ciudadluz... la Bella Otero y Mistinguette, Joséphine Baker y Maurice Chevalier, ¿dónde estaban sus espíritus?: quizás arrastrando su tristeza por entre los bastidores del Folies. Al otro lado de París, los rivales Lido y Crazy Horse también sufrían. Sólo el Moulin Rouge mantenía el tipo.

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